Había estado lloviendo todo el día y a las 13:30 el tazón de cereal que sirvió como el desayuno ya no bastó. Sin ninguna sopa enlatada ni otra opción fácil, me puse a curiosear en la nevera y encontré sobras de arroz integral, unas dos docenas de huevos y unos tomates que faltaban comer de pronto. Más un bloque de queso cheddar y fue un trato hecho.
Primero, calenté el arroz en un sartén con un poco de mantequilla y ajo en polvo. Cuando llegó a ser suficiente caliente y casi dorado el arroz, lo eché al fondo de mi tazón. Encima de esto coloqué unas rebanadas de queso para derretirse. Después cociné unos huevos fritos (me aseguré de dejar blandas las yemas pero cocinar bien a las claras – mejor sabe así), y corté en cubitos el tomate. A pesar de unos morados, este tomate estuvo maduro a la perfección – olió al verano y todo los sabores complejos de verduras recién cogidas. Que placer.
Mientras se ponía listo cada parte de la comido, fui poniéndolo en capas en el tazón: el arroz integral, queso, dos huevos y mi “salsa fresca” encima de todo. Una pizca de comino, añadido a la mesa, bien suscitó la dulzura del tomate y complementó la ricura mantecosa de los huevos (¡deben haber sido muy frescos!). El arroz estuvo templado, los huevos estuvieron calientes y, en contraste, el tomate estuvo fresca y refrescante. (Y no se puede olvidar que el queso pegajoso mezcló por todos partes.) El arroz integral dio al plato un elemento más sustancioso e incluso crujiente, y equilibró bien la textura suave y sedosa de los huevos. Bien podría comerlo cada día (¡y tal vez lo haré!)
Entonces contamos con cuatro ingredientes, dos especias, diez minutos para cocinar, y otros cinco para comer, nada más.